El túnel de Berlín (1955). ESPÍAS. Calder Walton

La operación del túnel de Berlín (1955), denominada Gold por el MI6, fue una impresionante proeza de ingeniería. Reinhard Gehlen, antiguo jefe de inteligencia de Hitler para el frente oriental, proporcionó las ubicaciones de los empalmes telefónicos subterráneos que se dirigían al cuartel general militar soviético en Karlshorst (en el sector soviético de Berlín). Desde el sótano de un almacén encubierto en Rudow (en el sector estadounidense), los equipos británicos y norteamericanos excavaron un túnel revestido de acero de 1,8 metros de anchura por 450 metros de largo en dirección este, hasta Altglienicke (en el sector soviético), pasando por debajo de una de las fronteras más vigiladas del planeta.

En sólo ocho meses, británicos y estadounidenses sacaron unas 3.100 toneladas de tierra por raíles de madera, mientras trabajaban en silencio en turnos de veinticuatro horas. En cierto momento, dieron con un pozo negro que no estaba documentado y que convirtió el túnel en un enmierde literal. la CIA y el MI6 habían logrado construir un túnel secreto que tenía la longitud de unos cinco campos de fútbol. La operación costó 6,7 millones de dólares (unos 60 millones de libras esterlinas actuales), el coste aproximado de todo el proyecto del avión espía Lockheed U-2. Según el informe de la CIA, la operación produjo unos 50.000 rollos de cinta magnetofónica, con un peso de 25 toneladas, que contenían 368.000 conversaciones totalmente transcritas en ruso y alemán.

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En las trincheras. SUPERVIVIENTES DE STALINGRADO. Reinhold Busch

Sólo los que poseían nervios de acero podrían sobrevivir. Algunos desertaron por pánico, hambre o mera desesperación. Quizá pensaban que podrían escapar de la bolsa de esta forma. Pero eran prendidos y ejecutados, o puestos a despejar campos de minas en una compañía de castigo.

Por Dios, ya no pensábamos en la victoria y nos conformábamos con sobrevivir. Hasta ahora había sido posible que el que lo necesitara podía retirarse con las cocinas de campaña, dormir toda una noche y asearse de la acumulación se suciedad de una semana de lucha. En el frío el mal olor no era tan malo, aunque persistía la sensación estar como un cerdo en la cochiquera. Cambiarse de ropa interior y escribir tranquilamente una carta a casa eran actividades de gran importancia, que al menos nos hacían parecer un poco más civilizados. Luego por la tarde volvíamos con las cocinas de campaña y traíamos las últimas noticias.

Ahora, totalmente sucios y hacinados, vivíamos como ratas en nuestros agujeros, peor que la gente en la Edad de Piedra. Nuestra principal ocupación era intentar aplastar al piojo más grande. Tras aplastar a cien en la manga de mi casaca dejé de contarlos. Una tarde, cuando nos traían las raciones un par de rusos entraron en la trinchera y se comieron el contenido de una cazuela, se cagaron en ella y luego se fueron a sus líneas. Aparte de robar comida no hubo bajas; también esto era la guerra.

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Los micrófonos en la embajada norteamericana en Moscú. ESPÍAS. Calder Walton

Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, un técnico de la marina estadounidense realizó el primer barrido de la embajada de Estados Unidos en Moscú. Descubrió 120 micrófonos ocultos por todo el recinto, colocados en paredes, patas de sillas y chimeneas. Entre 1943 y 1946, los británicos descubrieron 28 micrófonos en su embajada de Moscú. Un estudio posterior concluyó que los funcionarios de seguridad soviéticos habían aprovechado, probablemente, la evacuación del personal diplomático extranjero durante el avance nazi para colocarlos. El incidente más notorio de escuchas soviéticas se reveló cuando George Kennan hizo registrar la embajada y su residencia de embajador, la Spaso House, en 1952. Mientras Kennan recitaba el texto de un antiguo despacho diplomático, los técnicos lograron sintonizar la transmisión de su voz en otra habitación. Tras buscar, encontraron un pequeño micrófono inalámbrico incrustado en el interior de una réplica en madera del Gran Sello de Estados Unidos, que colgaba de la pared en el despacho de Kennan.

El sello había sido un regalo de escolares soviéticos a Averell Harriman al final de la guerra. El micrófono, con forma de lápiz, que había en su interior dejó atónitos a los técnicos occidentales: era un dispositivo resonante emisor de microondas que los operarios soviéticos captaban desde edificios cercanos. Por la naturaleza de su diseño era capaz de funcionar de forma indefinida, ya que no necesitaba una fuente de alimentación.

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El espionaje de Stalin del Proyecto Manhattan y el robo de la bomba atómica. ESPÍAS. Calder Walton

Klaus Fuchs proporcionó a los soviéticos información que aceleró su programa de desarrollo de la bomba atómica. Cuando se conoció la noticia, el director del FBI, Edgar Hoover, afirmó que Fuchs «dio a Stalin la bomba atómica» y lo calificó como «el crimen del siglo». La realidad era menos sencilla. La bomba atómica soviética se construyó gracias a un enorme esfuerzo industrial y de ingeniería soviético. Las labores de espionaje de Fuchs, y de los demás espías atómicos de Stalin, ayudó a los científicos soviéticos a acelerar la construcción de una bomba de forma más rápida y barata, evitando los procesos de ensayo y error que los científicos occidentales habían experimentado en el Proyecto Manhattan. Hasta el día de hoy, ésa sigue siendo la esencia de la recopilación de información científica y técnica: robar secretos militares e industriales ahorra dinero y acelera la investigación y el desarrollo.

En el transcurso de sus 7 años de actividad como agente soviético, Fuchs transmitió a Moscú fórmulas complejas para enriquecer el uranio natural hasta convertirlo en mineral apto para bombas, así como los planos técnicos de las instalaciones de producción y los principios de ingeniería del método de «implosión». Eso permitió a los científicos soviéticos construir una bomba atómica utilizando plutonio, un elemento más fácil de fabricar que el uranio enriquecido. La información de inteligencia de Fuchs permitió a los científicos nucleares de Stalin sortear el desarrollo de una bomba basada en el uranio, como la lanzada sobre Hiroshima, que requería una gran labor de minería e ingeniería para extraer el isótopo de uranio 235, y contribuyó a que pasasen a desarrollar directamente una bomba de plutonio, como la lanzada sobre Nagasaki.

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El fin del portaaviones Soryu. MIDWAY. Fuchida & Okumiya

A los 20 minutos del primer impacto, el navío se encontraba invadido de tal modo por el fuego que el capitán Ryusaku Yanagimoto ordenó «¡Abandonen el barco!». Muchos hombres saltaron al agua huyendo de las abrasadoras llamas y fueron recogidos por los destructores Hamakaze e Isokaze. Otros fueron transbordados a los destructores de forma más ordenada. Sin embargo, pronto se descubrió que el capitán Yanagimoto se había quedado en el puente del portaaviones en llamas. Ningún comandante de la Marina era más querido por sus hombres. Ahora estaban decididos a rescatarlo a toda costa.

El primer oficial Abe, un campeón de lucha libre de la Marina, fue el escogido para volver y rescatar al capitán, ya que se había decidido traerlo por la fuerza si rehusaba venir por su voluntad. Cuando Abe escaló al puente del Soryu encontró al capitán Yanagimoto de pie, inmóvil, espada en mano, mirando fijamente a proa. Avanzando hacia él, Abe dijo, «capitán, he venido en nombre de todos sus hombres para llevarle a lugar seguro. Le están esperando. Por favor, venga conmigo al destructor, señor». Al no encontrar más que silencio a su ruego, Abe adivinó los pensamientos del capitán y se le acercó con la intención de cargar con él y llevarlo al bote que les esperaba. Pero la pura fuerza de voluntad y determinación que expresaba el adusto rostro de su comandante le paró en seco. Se volvió con lágrimas en los ojos y, al abandonar el puente, escuchó al capitán Yanagimoto cantar apaciblemente «Kimigayo», el himno nacional.

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