Franz Stigler se acerca al B-17 de Brown por detrás. MÁS ALLÁ DEL DEBER

Algo va mal, pensó Franz cuando vio que las ametralladoras de cola apuntaban inertes hacia tierra. Sus ojos se fijaron en el estabilizador izquierdo del bombardero. Descubrió que se lo habían volado. «Dios mío», musitó. «¿Cómo es posible que sigas volando?». Cuando las alas del bombardero llenaron todo el parabrisas de su carlinga, Franz sabía que era el momento de disparar. Su dedo se apoyó en el gatillo, listo para apretarlo. Pero las ametralladoras de cola seguían apuntando en silencio hacia abajo.

Desde unos cien metros de distancia, Franz vio el puesto del ametrallador de cola y descubrió por qué las ametralladoras de casi ciento veintidós centímetros de largo nunca llegaron a levantarse. Fragmentos de metralla habían arrasado el compartimiento. Faltaba el plexiglás. Retrayendo de nuevo la palanca de gases para ajustarse a la velocidad del bombardero, Franz se puso detrás de su cola. Vio orificios del tamaño de un puño en un lateral de la posición del ametrallador de cola, por donde habían entrado proyectiles de 20 mm. Al otro lado vio el lugar donde habían estallado, desgarrando la superficie exterior del fuselaje. Fue entonces cuando Franz vio al ametrallador de cola. Con la tela desgarrada del timón flameando silenciosamente sobre su cabeza, Franz vio el cuello de piel de borrego del ametrallador teñido de rojo por la sangre. Acercándose más al bombardero, a una distancia aproximada de la longitud de un avión, Franz vio la sangre del ametrallador congelada en carámbanos que colgaban de los cañones de las ametralladoras, por donde había chorreado. Franz levantó el dedo del gatillo.

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