El teniente general Agustín Luque sobre el autor y su obra. Marruecos. Las etapas de la pacificación

Gran acierto tuvo el general Sanjurjo en anexionar el cargo de jefe supremo de las Intervenciones al de jefe de Estado Mayor General. Si el autor no hubiese ejercido estos dos cargos, las dificultades del desarme hubieran sido insuperables. La férrea tenacidad, la convicción absoluta de que todos nuestros fracasos en Marruecos tuvieron por causa el no abordar con energía el desarme tras la victoria, fue idea alojada firmemente en el ponderado cerebro y en el alma inabordable a las componendas y mixtificaciones que constituyó la unión Sanjurjo – Goded.

Se avanzaba victoriosamente, sin recelo, sin mirar atrás, porque las cabilas de retaguardia habían quedado desarmadas. ¿Cómo? Pues con la sencilla fórmula: cada moro, un fusil. Claro es que este sencillo sistema necesitaba inteligente vigilancia, constante intervención sin desmayos ni descanso; por eso merecen la gratitud de España los jefes y oficiales de las Intervenciones Militares, que ostentaban con orgullo la gorra verde, porque la labor que desarrollaron bajo la dirección de su jefe, el general Goded, fue el factor más interesante de la pacificación.

Los hombres civiles y militares que nos habíamos interesado por el magno problema de Marruecos seguimos con interés las etapas de la guerra en sus tres últimos años, acrecentándose el interés ante la forma y manera de asentar jalones firmes de la paz, y no creyendo muchos, entre ellos algunos conspicuos, en el desarme, se sonreían al asegurar Sanjurjo y Goded que no quedaría un fusil en poder de los moros y que la pacificación sería completa. En aquellos que no conocen la morbosa envidia, la sonrisa se convirtió en un gesto placentero, y a los que les molesta la gloria y el triunfo ajenos, la sonrisa se trocó en olímpico desdén.

El autor del prólogo, que tiene por costumbre rendir tributo a la verdad, que él concibe, vuelve a repetir la afirmación: «Al fundirse dos cuerpos en una sola alma guerrera surgió la luz en el brumoso horizonte de Marruecos». ¿De qué hubiese servido el heroísmo de nuestros generales, jefes, oficiales y soldados? ¿De qué hubiese servido la resistencia en sufrir penalidades si se hubiese continuado después de la victoria con los enervantes altos en la marcha?

Aunque hubiésemos llegado a la paz por cansancio, no sería duradera sin el absoluto desarme impuesto por la férrea voluntad y energía de esos dos gloriosos cuerpos fundidos en un alma que irradió la paz en las cabilas todas de nuestro Protectorado. El autor, que a sus méritos une el de la modestia, termina su libro con atinadas consideraciones sobre nuestro carácter individualista, que nos lleva a personificar, y en ocasión del glorioso suceso para España de haber dado término a cruenta campaña que duró dieciocho años, no había de faltar en quién encarnar, en quién simbolizar el glorioso título de pacificador. El pacificador, asevera el autor, ha sido el soldado español de todas las jerarquías. Sí, desde luego; pero el prologuista añade, para terminar también sus cuartillas, que de la conjunción de dos cerebros en pensamiento y en ejecución resultó la paz: para hallar los dos cerebros y descubrirse ante ellos en homenaje debido no hay que esforzarse mucho…

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La sorpresiva retirada alemana para los Aliados, el propio mando alemán y los soldados sobre el terreno. La retirada de Moscú. David Stahel

No es de sorprender que el alto mando alemán buscase desviar las críticas de su total falta de preparación hacia lo que ellos llamaban los generales «Barro» e «Invierno», los aliados estacionales de los rusos. Sin embargo, no había nada sorprendente en el barro, el hielo y la nieve en Rusia occidental en octubre y noviembre.

Como observó después de la guerra un antiguo oficial del OKH: «Que hace frío en Rusia en este tiempo es parte del ABC de una campaña oriental».44 De forma similar, Churchill se mofó del mando alemán en un discurso de mayo de 1942 al afirmar: «Ya sabéis que hay invierno en Rusia. Durante un buen puñado de meses la temperatura es propensa a bajar mucho. Hay nieve, hielo y todo eso. Hitler se olvidó del invierno ruso. Debió tener una educación deficiente». En realidad, el alto mando alemán se lo había apostado todo a una victoria en Moscú antes de la llegada de la peor parte del invierno y los hombres del Grupo de Ejércitos Centro tuvieron que sufrir las consecuencias.

Erich Hager afirmó en su diario el 6 de diciembre que el termómetro había bajado hasta los -40 ºC en el área de operaciones en torno a Tula. Franz Frisch observó que, además del frío, la visibilidad quedó reducida prácticamente a cero como resultado de las ventiscas de nieve procedentes del este. Siegfried Knappe escribió que sus dedos se enfriaron tanto que, a pesar de llevar guantes, le resultó imposible realizar movimientos de precisión, incluido el acto de disparar el fusil. Su testimonio aludía al impacto que esto estaba teniendo en su moral: «No podía evitar preguntarme si nuestros superiores en Berlín tenían idea de a dónde nos habían enviado. Tales pensamientos constituían derrotismo, lo sabía, pero se trataba de un peligro de escasa consecuencia dadas las circunstancias».

Puede que Knappe se reservase esos pensamientos «derrotistas» para sí mismo, pero no estaba solo en absoluto. Max Kuhnert recordaba después de la guerra: «Caminar por la gruesa capa de nieve, resbalando y tropezando, un minuto congelándome a causa de los vientos gélidos y al siguiente sudando por la fatiga me dejó la moral por los suelos». En esencia, los soldados eran incapaces de ver una salida a su sufrimiento y temían que lo peor estuviese por llegar. Mientras Helmut Günther observaba la desesperación que había a su alrededor, recordaba:

«Solo aquellos que lo experimentaron saben [que había] hombres con ropa inadecuada y que andaban faltos de sueño, hambrientos y sin esperanzas de ver alguna mejora en su situación».50 Las condiciones gélidas eran de por sí suficiente tormento y, con la moral alemana ya baja, la contraofensiva soviética amenazaba con llevar al Grupo de Ejércitos Centro a una situación de caos, peligro y desesperación que pocos podían imaginar…

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Joseph de Castro, el español que capturó una bandera en Gettysburg y ganó la Medalla de Honor. Azules y Grises. Joaquín Mañes

Joseph De Castro, de ascendencia española, nació en 1844 en Boston. Nada más estallar la guerra, se alistó en el 19.º Regimiento de Infantería de Massachusetts, donde sirvió en la Compañía I como abanderado.

Durante la batalla de Gettysburg, en su tercer día, el 3 de julio de 1863, ante la desastrosa carga de Pickett, ordenada de forma inconsciente y muy temeraria por el general Robert E. Lee, el cabo De Castro atacó a un abanderado del 19.º Regimiento de Infantería de Virginia del Ejército Confederado, acompañado por los escoltas que siempre marchaban con él por su condición de abanderado del regimiento.

Después de haber atrapado la bandera enemiga, arrancándosela a su abanderado, se la llevó al general S. Webb para entregársela como trofeo. Fue el primer hispano-norteamericano en recibir la Medalla de Honor, la más alta condecoración militar de Estados Unidos, que le fue otorgada el 1 de diciembre de 1864.

El general Webb escribió: «En un momento un hombre atravesó mi línea de combate y arrojó sobre mis manos una bandera rebelde. No dijo ni una palabra y se marchó rápidamente. Era el cabo Joseph H. De Castro, uno de mis abanderados. Había golpeado a un abanderado enemigo con el mástil de la bandera de Massachusetts y la atrapó mientras esta se caía para dármela corriendo»…

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El duque de Alba introduce por primera vez el mosquete entre las tropas de infantería. Los tercios en combate. Hugo A. Cañete

Una vez en Sant’Ambrogio, a la entrada del valle de Susa, el duque fue protagonista de una verdadera innovación militar al ordenar que se repartiesen 15 mosquetes por compañía de infantería, que según dice Mendoza, «fue cosa de gran servicio en la guerra y para hacer mucho efecto», o como afirma Quatrefages, «los famosos mosquetes que intrigaron tanto a toda Europa».

Hoy diríamos que las dotó de una sección de armas pesadas. Por entonces, el mosquete, una suerte de arcabuz pesado, solía utilizarse únicamente como arma de fuego fija en las bordas de las embarcaciones o en los muros de las fortalezas. Era la primera vez que iba a emplearse en gran cantidad como arma de fuego portátil táctica (con uso de horquilla) en las de unidades de infantería y con excelentes resultados, especialmente en la batalla de Jemmingen, como habrá ocasión de ver en el Capítulo 3.

El abad de Brantome también destaca esta novedad cuando habla de «esos gruesos mosquetes que se vieron los primeros en guerra en las compañías […] [y que] aturdieron mucho a los flamencos cuando sintieron su sonido en las orejas». Fueron en total 567 mosquetes repartidos entre todas las banderas de infantería de los tercios viejos. Cada arma iba acompañada de su equipo respectivo: frascos, frasquillos, molde de pelotas, horquilla, vara y sacapelotas, y rascador. Se repartieron 168 entre las compañías de los Tercios de Sicilia y Cerdeña, 137 entre las del Tercio de Lombardía y 197 entre las del Tercio de Nápoles.

El peso del equipo hizo que la mayoría de los mosqueteros se desprendiese del peto y quedase únicamente con jubones o coletos de cuero….

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Avistamiento y caza del convoy AK 79. Ataúdes de Acero. Herbert A. Werner

Siegmann estaba a punto de encender un cigarrillo cuando una gran ola chocó contra la superestructura y lo empapó mojándole el pitillo. Entre dientes farfulló, «maldita sea, el de Allá Arriba ni siquiera me deja fumar un cigarrillo», y dejó el puente para fumar en el interior de la torreta.

«¡Convoy en AK 79, curso este, nueve nudos!», gritó Riedel.
Minutos más tarde, el Capitán estaba de vuelta en el puente enfundado en su pesado impermeable. «Primer oficial, yo te diré lo que pasa con los Tommies. Últimamente no envían convoyes pequeños. Esperan hasta acumular sesenta o setenta barcos en puerto antes de hacerse a la mar. Este convoy –que según informan está a 120 millas al sur- está integrado por sesenta y cinco buques. ¡Vamos a por ellos! Avante a toda máquina, todo el timón a estribor, nuevo rumbo uno – cuatro – cero».

Ese día, 8 de marzo, comenzó una nueva caza. El submarino que había establecido contacto con el enemigo envió señales de radiobaliza a intervalos regulares. Las ráfagas de nieve reducían la visibilidad a cero y, a veces, nos obligaban a navegar a ciegas. Tras 14 peligrosas horas, habíamos navegado más de 150 millas y aún seguíamos avanzando rápidamente hacia el sureste, buscando, olfateando y tanteando.

A las 19.10 horas, rozamos el convoy por primera vez en la oscuridad. Borchert, un marinero de mi guardia con muy buena vista, divisó un destructor. Me giré de un salto al cuadrante de estribor por popa y vi el familiar costado del navío tras una cortina de nieve. El buque navegaba en un rumbo paralelo y asumí que habíamos tenido su compañía desde hacía algún tiempo. Viramos a babor, apuntamos nuestra popa a la sombra y nos marchamos. Pero habíamos sido detectados. El escolta maniobró majestuosamente hasta que nos tuvo directamente por proa.

Siegmann aceleró los motores y envió al submarino al interior de un chubasco de nieve que había a proa por babor. Seguimos el movimiento de la tormenta y permanecimos ocultos entre la cortina de nieve. Cuando percibimos el olor a humo y gasoil, el Capitán ordenó a la tripulación que acudiese a sus puestos.

A las 21.30 horas se despejó el cielo de repente. Brillantes estrellas comenzaron a reverberar entre restos de nubes y la luna, que, emergiendo de detrás de las cortinas de nieve, bañó la superficie con su luz plateada. No lejos de allí, un destructor cambió de rumbo en un patrón normal de rastreo. Mientras escapábamos de aquella sombra, vi que todo el horizonte oriental estaba salpicado de pequeños puntos negros…

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