La decisiva campaña de Orbetello (1646). Capítulo 4. El león contra la jauría Vol. II

Ante el estancamiento en Cataluña, en Francia se ideó abrir un nuevo frente de lucha en un lugar inesperado, que proporcionara un éxito rotundo y a poca costa, que levantara su moral y hundiera la de sus enemigos.

El objetivo fijado eran los «presidios» españoles en la costa italiana de Toscana, y para ello se preparó una gran expedición: La flota, al mando nuevamente de Brezé, zarpó de Tolón el 26 de abril de 1646, con el vicealmirante Daugnon y el jefe de escuadra Montigny como mandos subordinados. Constaba de 16 buques de combate, 4 urcas, 8 brulotes, 20 galeras y nada menos que 68 buques menores (tartanas, polacras y demás) para transportar el cuerpo de desembarco, de unos 5.000 infantes y 500 jinetes al mando del príncipe Tomás de Saboya, que no mucho antes era general al servicio de Felipe IV.

Por supuesto con el correspondiente tren de asedio, municiones y provisiones de toda índole. El 9 de mayo fondeaban frente a su objetivo, tomando rápidamente los pequeños fortines de Santo Stefano y de Telamón, con menos de 100 defensores, pero resistiendo el mayor de Orbetello, pese a no disponer sino de 200 defensores. Hubo que desembarcar la artillería y el material de asedio, cosa que se efectuó el 14 de mayo, pero los trabajos avanzaron lentamente, provocando las iras del impaciente Mazarino.

La plaza la defendían los 200 soldados españoles e italianos mencionados, al mando de un gran capitán de Nápoles, D. Carlos de la Gatta, quien recibió algún socorro urgente enviado por el virrey de Nápoles, conducido audazmente nada menos que por un Bazán, el nieto del gran D. Álvaro, en sus galeras. Pero el 21 quedó circunvalada por entero la plaza y tales auxilios ya eran imposibles. En España la noticia del ataque llegó pronto, organizándose a toda prisa una armada de socorro, reuniéndose una flota de 22 veleros, entre galeones, urcas y fragatas, mas cuatro brulotes y unas 30 galeras, entre las de las escuadras de España, Nápoles, Sicilia, Cerdeña y Génova. Correspondió el mando supremo al Conde de Linares, por ser el Capitán General de ellas y tener lugar la campaña en el Mediteráneo.

El 12 de junio avistaron la isla del Giglio, tomando por sorpresa a las falucas de vigilancia del enemigo, que levó anclas y se dirigió hacia la española. La formación francesa alternaba veleros y galeras, la española con los veleros en vanguardia en línea de frente y las galeras detrás, seguidas de 8 veleros rezagados. Soplaba un terral muy flojo, lo que daba el barlovento a los franceses, pero pronto calmó en la mañana del 14 de junio, a eso de las nueve. Unos y otros remolcaron a sus veleros con las galeras, con ventaja española por tener más de ellas que buques, navegando paralelamente, hasta que el viento se avivó, soplando ahora del mar y con ventaja para los españoles, que se encontraron a barlovento y se dirigieron hacia la flota enemiga, que se batió en retirada.

Pero pronto se cerraron las distancias y comenzó el combate, con la característica formación en creciente de los españoles y los franceses con su escuadra dividida en tres divisiones, cada una de seis buques: y una disposición similar, con una reserva de seis navíos detrás. La vanguardia la mandaba Daugnon en el galeón «La Lune», el centro Brezé en el gran «Saint Louis», la retaguardia Montigny en el «Soley» y la reserva Montade. En cuanto a las galeras de uno y otro bando se situaron por detrás de los veleros, atentas a cualquier imprevisto, pero incapaces de participar en un combate en línea entre galeones.

Tras cuatro horas de incesante cañoneo, una fragata española, la «Santa Catalina», quedó aislada y amenazada por varios enemigos, por lo que su capitán ordenó darle fuego y abandonarla con su dotación para evitar que fuera apresada. Pero en líneas generales la formación española iba venciendo a la francesa amenazando con encerrarla contra la costa, dando ya la victoria por segura. Sin embargo, ocurrió entonces que la capitana española perdió su trinquete por el fuego enemigo, que al caer desaparejó la vela mayor. Temiendo fuera blanco de los brulotes enemigos, las galeras se acercaron a darla un remolque y la confusión se apoderó de la línea española, lo que permitió a la escuadra francesa retirarse con las primeras horas de oscuridad. Aparte de serias bajas y averías en ambas partes, los franceses habían lanzado un brulote que se consumió sin hacer daño.

Las fuentes francesas cuentan una historia muy distinta: ellos iban venciendo hasta que un cañonazo español mató a Brezé en la popa de su buque insignia, prácticamente partiéndolo en dos, lo que hizo que Daugnon, ahora al mando, se desmoralizase y ordenara la retirada. No parece que ese fuera el caso: con las comunicaciones entre buques de la época y en medio de un gran y confuso combate, envuelto en el humo de los cañonazos y fuego de mosquetes, era casi imposible que la muerte del almirante francés se conociera rápidamente, y que ella decidiera el curso de la batalla que ellos estiman victoriosa hasta entonces.

Y es de recordar otros casos notorios en que tal acontecimiento no tuvo esas consecuencias, como el mismísimo de Nelson en Trafalgar. Mientras, las fuentes españolas insisten en que si la victoria no se completó, fue por las rivalidades y poco entendimiento mutuo entre los jefes españoles, cosa que parece mucho más factible a la vista de los acontecimientos posteriores. Al día siguiente se divisó a la escuadra francesa a cosa de 12 millas a barlovento, sin intención alguna de reanudar ese combate que presuntamente les había sido favorable y vengar a su almirante. La española, con su capitana ya reparada, hizo rumbo a Porto Ercole, para evitar que la enemiga cubriera su cabeza de playa frente a Orbetello. Cambió el viento, y al tener barlovento la española, la enemiga simplemente se retiró a mayor distancia.

El 16 a la anochecida, saltó un temporal del SE, que hizo que los franceses volvieran a sus puertos y comprometió a las galeras de uno y otro bando. Una de las españolas, la «Santa Bárbara», se fue contra la costa, ahogándose 46 forzados, pero también lo fue una de las francesas, capturando las españolas su dotación, artillería y pertrechos cuando calmó el temporal. Aquello dio pié a un pequeño combate entre unas y otras galeras, de lo que resultó apresada otra francesa, con lo que se reemplazó la perdida. También a un brulote, separado de su escuadra.

Ante la retirada de la escuadra francesa, y no sin muchas discusiones entre los mandos españoles, se decidió socorrer al comprometido Orbetello, gracias a nuevos refuerzos por mar llegados en ocho buques de Nápoles, que se unieron el 25. Por fin, desembarcaron de las dotaciones de la escuadra 3.300 soldados, al mando de su almirante o segundo jefe, Pimienta, que divididos en dos cuerpos atacaron al enemigo, reembarcando tras seis horas de combate. Un nuevo refuerzo de Nápoles, llegado en pequeños costeros, de 4.000 hombres, decidió la cuestión, junto con la llegada de seis buques de Cádiz con provisiones.

La suerte ya estaba echada, y Tomás de Saboya se retiró precipitadamente con su caballería a sus posesiones, dejando desamparada su infantería, que escapó como pudo (gracias en parte a algunos buques franceses que actuaron de noche) perdiendo toda su artillería: 20 cañones y un gran mortero, así como sus trenes de bagajes y provisiones, en total desbandada. A las pérdidas francesas se unieron las alrededor de 70 falucas, tartanas, etc., utilizadas como exploradoras y como embarcaciones anfibias, siendo unas apresadas y otras quemadas por los vencedores.

Como en la 2ª batalla naval de Tarragona, la de Orbetello supuso el fin del líder naval del momento, primero de Sourdis, a quien se privó del mando, y ahora de Brezé, por muerte en combate. Y si bien es cierto que el arzobispo de Burdeos no brilló especialmente al mando de sus escuadras, pese a triunfos como el de Guetaria, no lo es menos que con Brezé el liderazgo, aunque había mejorado mucho, no ofreció resultados realmente espectaculares, ni ante Cádiz ni ante Barcelona, según hemos visto. Tenemos la impresión de que la historiografía francesa ha valorado y alabado en exceso a un almirante que no logró los éxitos esperables a su superioridad de medios y al estado de sus enemigos. Pero era el primer almirante de valía de la nueva marina gala, y eso pesa, como también que muriera con 27 años, cuando aún podía haber aprendido y madurado mucho.

Pero hubo más: desde entonces y hasta el fin de la guerra, las escuadras francesas se limitaron a incursiones por sorpresa, amagos y poco más, rehuyendo siempre un combate directo, y perdiéndolo en las pocas ocasiones en que no pudieron evitarlo. Así, y aunque las pérdidas navales francesas de la campaña no fueron importantes, la falta de un adecuado líder naval, unida indudablemente a otras causas de las que luego hablaremos, hicieron que el papel de la «Marine Royale» durante los 13 años que aún duró la guerra, fuera realmente decepcionante para la inversión en todos los sentidos que se había volcado en su creación desde los tiempos de Richelieu.

Por ello, y pese a la ausencia de una batalla aplastante por sus resultados tácticos, lo cierto es que Orbetello fue una campaña decisiva, cuestión que pese a lo que parezca, es más común en la Historia Naval de lo esperable a primera vista. El que no se obtuviera un éxito verdaderamente aplastante (como sucedió también en la 2ª de Tarragona) fue muy mal digerido en toda España y sus dominios, pues se estimó que se había perdido una ocasión verdaderamente “dorada” para propinar un durísimo golpe al poder naval francés. Y ahora estaba muy claro que las disensiones, rivalidades y celos entre los jefes españoles fueron decisivas en la responsabilidad de que el éxito no fuera todo lo grande que se deseaba, y mas en una situación tan crítica.

Pero esa suele ser también la consecuencia de que una contienda se alargue demasiado: la moral no solo baja en la tropa y marinería, también en los mandos. Incluso Felipe IV estaba más que enojado y ordenó detener y enjuiciar a los mandos, empezando por el mismo Conde de Linares (o Linhares, pues era portugués, lo que dio mucho que hablar), al almirante Pimienta, al marqués de Bayona, a D. Pablo de Contreras e incluso al III Marqués de El Viso, nieto del gran Bazán. Como se dijo ya en tiempos de Olivares, lo más preocupante no era ya la falta de medios de todas las clases, sino la «falta de cabezas».

Y para poner un poco de orden en las fuerzas navales de la monarquía hispánica, al rey no se le ocurrió mas que hacer gobernador general de todas ellas a su hijo bastardo, a D. Juan José de Austria (habido con una simple cómica o actriz). Aquella parecía la proverbial segunda parte que tanto desmerece de la primera, recordando al gran D. Juan de Austria de Lepanto, pero lo cierto es que el nuevo jefe devolvió la tan necesaria moral a la fuerza y se condujo de forma bastante acertada.

EL LEÓN CONTRA LA JAURÍA VOL. II. Batallas y campañas navales españolas, 1640-1700

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