A rastras al aeródromo de Gumrak. Supervivientes de Stalingrado

El jefe de intendencia de Paulus me encontró en un búnker abandonado con mucha fiebre, producida por una herida, me despertó y me llevó ante el jefe del estado mayor del Sexto Ejército.2 Allí recibí la autorización para ser evacuado por avión y órdenes para poder trasladarme al último aeródromo auxiliar situado en la esquina suroeste de Stalingrado.

Durante cuatro horas me dirigí hacia mi objetivo con las dos manos y la pierna sana sobre un manto de nieve que me llegaba al tobillo. La herida de la parte superior de mi muslo derecho me causaba un dolor enorme con cada movimiento. Adelante, adelante, mis últimas reservas de voluntad me instaban a seguir, pero mi cuerpo agotado era incapaz de continuar. Un trozo de pan al día durante meses, y en los últimos días ni siquiera nos entregaron eso.

A esto había que añadir la terrible carga mental de este primer colapso terrible de nuestras tropas. Quedé tumbado totalmente agotado sobre un pequeño montículo nevado y me limpié la nieve de los ojos con la manga raída de mi abrigo. ¿Había algún motivo para hacer este esfuerzo? Para los rusos un hombre herido era ejecutado con la culata del fusil. Solo precisaban prisioneros sanos para sus fábricas y sus minas.

Esa mañana me había conseguido disuadir el jefe del estado mayor de mis sórdidos planes. «Trata de llegar al aeródromo», me dijo mientras escribía mi autorización para ser evacuado. «Los heridos graves todavía están siendo evacuados. ¡Siempre hay tiempo para morir!». Y de esa manera partí. Quizá hubiese todavía alguna posibilidad de salvación, de salir de esta gran área de terreno convertida por la naturaleza y el hombre en un caldero.

¿Pero cómo de largo iba a ser el camino para un hombre que tenía que retorcerse como una serpiente a cada paso? ¿Qué era aquella multitud negra que había allí en el horizonte? ¿Se trataba realmente del aeródromo o un espejismo creado por una mente sobreexcitada y febril? Me arrastré durante otros tres o cuatro metros y entonces me detuve a recuperar el aliento. ¡Ni se te ocurra tumbarte! O me pasaría lo mismo que les había sucedido a aquellos por encima de los cuales acababa de pasar arrastrándome. También ellos habrían querido descansar un momento en su desesperada marcha hacia Stalingrado.

Pero entonces el agotamiento se apoderó de ellos y el frío cruel se encargó de que nunca más despertaran. Uno casi podía envidiarlos. Ellos habían dejado de sentir dolor o de tener preocupaciones.

Quiero el libro

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