
Walter Krupinski: «Esa mañana me senté en la cabina de un Me 262 en Riem. Tenía una resaca infernal, resultado de demasiados tragos la noche anterior. Steinhoff estaba de pie, en la punta del ala. Él dijo; “lo más difícil con este tipo de aviones es arrancar los motores, yo lo haré por ti”. No había nada escrito en ningún libro, ni nada por el estilo. Me acababa de dar la información básica, suficiente para empezar. “Es muy complicado —añadió—. En el despegue necesitas mucho tiempo hasta que logras levantar el vuelo. No te impacientes ni hagas nada con prisa. Y en el aterrizaje, no puedes recuperar velocidad como lo harías con una velocidad de aproximación normal. ¡Es rápida, muy rápida!” En realidad, descubrí que el despegue en el Me 262 fue bastante fácil porque la rueda del morro rodaba muy bien y sin complicación, pero el problema, como Steinhoff había afirmado, era que los motores no aceleraban para aumentar la velocidad lo suficientemente rápido. Necesitabas toda la longitud de la pista para alcanzar la velocidad de despegue. En Riem, la pista de despegue era de unos 1.100 metros de largo, y sólo después de unos 1.000 metros podías alcanzar la velocidad de elevación necesaria para salir del campo. De todos modos, me preparé para el despegue. Cerré la carlinga y eché un vistazo rápido al panel de instrumentos. Frenos apagados. Lentamente, como un pato cojo, el pájaro comenzó a rodar. Pero luego, el final de la pista, como predije, vino hacia mí muy rápidamente. Un vistazo al indicador de velocidad me indicaba que me movía a 200 km/h. Tiré suavemente de la palanca y el aparato comenzó a elevarse. Sin arrastre, el avión subió rápidamente. Tren de aterrizaje arriba. Aceleré ligeramente hacia atrás, a 8.000 rpm. Subí y la velocidad creció y creció -350, 400, 500, 600 km/h – parecía no tener límite».